Dominika
Ljubljana, por Rodolfo Häsler
Va por un callejón de muros desconchados,
fisgoneando en un cuartel austro-húngaro
resalta alguna que otra frase en gótica sanguina,
ostrakon de la urgencia: Ich bin stärker als Du, Ich warte auf Dir hier in Laibach.
La ciudad que lo recibe es un reclamo
y confunde cuando la recorres.
Sin embargo, no es fácil de comprender, te decides
y caminas, desandas aún más,
y pasas de un país a otro, pero quizá
esté ahí la novedad, un largo
discurrir que inevitablemente te desuella
con las garras del mismísimo dragón.
La columnata esconde las cestas
de coles, repollos y nabos,
y te adelantas
en su ofrecimiento,
crece un antojo, col rehogada,
carne agria,
gusto dulcificado por el comino,
la páprika pespuntada de nata.
No puedo aseverar si sigue deambulando,
el movimiento de las piernas, de las nalgas,
el sabor insistente de la comida, el postre,
Cremeschnitt te remonta a los diez años, el límite de la infancia.
Es corta la emoción.
Elige uno de los puentes, una y otra vez
en ambas direcciones, se ensancha
y se estrecha víctima de una indecisión
que aparece y desaparece en la mente
como un fuego de artificio.
Por una vez te sientas y escudriñas
el aire, el recuerdo de la fruta recién adquirida
en los puestos, una manzana
espléndida te llena el corazón.
La abuela, en la Suiza alemana,
tomaba el té en un servicio de porcelana Rosenthal,
y él pasaba los dedos cada tarde
sobre la superficie de la taza,
puntual, y se llevaba en las yemas
las pequeñas flores de colores, hasta sentir en la mesa
el sabor de la tarta de albaricoque
en el mueble auxiliar, una emoción doméstica difícil de superar.
Tanta debilidad, receta familiar,
se expande como el llanto por la vida pasada.