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  • Writer's pictureDominika

Pastel de zanahoria y crema de rosas - un relato corto



Habían pasado veinte años desde la última vez que se habían visto, pensó Julia mientras acercaba el tenedor a su boca. El pastel de zanahoria tenía un color anaranjado rojizo como aquel de las hojas de otoño, y en algunos lugares en donde había sido espolvoreado generosamente con azúcar impalpable se descoloraba hasta tornarse blanco. Al lado había un copo de nata esponjosa que olía a agua de rosas y estaba decorada con pedacitos de pistacho verde y pétalos de rosa secos de un intenso color fucsia - también conocido como rosa persa. Solía ser el favorito de Soraya. ¿Cómo había llegado a parar acá?, se preguntó. Comenzó a recordar la historia que había recordado tantas veces pero que en aquel momento le parecía haber sucedido en otra vida y que, según los retazos de memoria que poseía, se desenvolvió de la siguiente manera:


No fue una ruptura repentina, sino más bien un alejamiento progresivo. Al inicio, Julia interpretó sus mensajes de texto llenos de excusas por falta de tiempo y malestares diversos -típicos de la hipocondría crónica de Soraya- como uno más de los períodos de aislamiento y retraimiento en los que a veces se sumergía. Pero a medida que pasaron los días sin verla y los textos de Soraya se tornaban más cortantes y fríos, Julia había comenzado a preguntase: ¿Había hecho algo para herir a su amiga? ¿Había dicho algo equivocado? ¿Se había olvidado acaso de alguna fecha importante?


En conversaciones con amigos en común, trató de averiguar que sucedía haciendo alusiones de tipo: “ha estado extraña últimamente, ¿no te parece?”, “la he visto un poco pensativa, ¿le pasó algo?” o “he estado muy ocupada, ¿has sabido algo de ella?”; y luego, incluso, con preguntas más directas. Todo en vano. Se sentía insegura, ridícula, vulnerable, expulsada de un grupo exclusivo en el que todos parecían conocer las causas del distanciamiento, menos ella.


Julia intentaba, una y otra vez, revivir cada momento, estudiar las circunstancias de la dos semanas previas al punto de inflexión. Habían ido el jueves por la noche a casa de Soraya para estudiar para el examen final de historia; no habían dormido; habían tomado cinco tazas de café persa y fumado dos paquetes de Malboro mentolado que les había causado temblores y náuseas; habían ido a la cafetería después del examen a tomar otro café, esta vez Nescafé 3en1; habían revisado la validez de sus respuestas; habían confirmado que habrían pasado la prueba; habían tomado una siesta en la tarde en casa de Soraya; habían ido a celebrar a un bar por la noche; habían conocido a Damián y su amigo; habían bailado hasta que las luces se encendieron, la música se apagó y los guardias les invitaron a salir; se habían despedido de los muchachos; habían tomado el tranvía a casa de Soraya; habían hablado sobre Damián y su amigo; habían dormido abrazadas, contentas y exhaustas; habían pasado la tarde del sábado en cama viendo comedias románticas y embutiéndose de comida chatarra; habían hablado por teléfono cada día después de eso.


El aroma a canela interrumpió el proceso mental de Julia y la trajo de regreso al presente. Estaba por doquier; se había filtrado en el arroz, en el estofado, en el yogurt, en la halva y en cada uno de los otros platillos expuestos en la mesa –tanto salados como dulces. El aire olía a canela, el vino sabía a canela. Sentía que su ropa se había impregnado con esa esencia. No era lo que uno hubiera asociado con velorios y funerales, que en la mente de Julia olían a formol, whiskey, velas, lirios y pañuelos kleenex. La masa era compacta, muy diferente a los otros pasteles de zanahoria -esponjosos y suaves. Mientras mordía un trozo, reconoció entre sus dientes la textura crujiente del coco y las nueces y la elasticidad ligeramente ácida de las pasas. En su lengua percibió las sutiles burbujas de aire en la nata –en nada parecida a la densa cubierta agridulce de queso crema con la que se suele recubrir los otros pasteles de zanahoria.


El jueves siguiente, Julia había llegado llorosa a casa de Soraya. Habían comido pastel de zanahoria con nata de rosas, sin pétalos ni pistachos; habían bebido tres botellas de Liebfrafraumilch; habían fumado dos cajetillas de Malboro mentolado; habían tomado dos tazas de Nescafé 3en1; habían hablado sobre Damián y sus tres citas; habían hablado sobre los planes que había sugerido hicieran Julia y él; habían leído y releído su último mensaje en el que, en resumidas, le informaba que lamentaba no poder seguir viéndola; habían mandado a Damián por un tubo; habían hablado por teléfono cada día de la siguiente semana.


El jueves después de ese jueves Julia y Soraya habían salido a cenar; habían ido de copas; habían ido a bailar; habían desayunado en el bar de la esquina; habían dormido abrazadas, contentas y exhaustas; habían caminado juntas hasta la parada del tranvía; habían quedado en verse el fin de semana. Y luego, una mancha blanca. Las diapositivas de la película que Julia había reproducido una y otra vez en su mente, en cámara lenta y en cámara rápida, se frenaban abruptamente en ese punto del tiempo, siempre en el mismo punto.


Unas cuantas semanas más tarde, Julia entró a la cafetería de la Universidad y vio a Soraya sentada con Alex, quien por algún tiempo había tratado de convertir el dúo en trío. Tenía puesto un nuevo labial - de color rosa persa, que hacía que sus labios magníficos se vieran aún más seductores y que contrastaba con sus cejas perfectamente delineadas tan negras como el carbón. “No me importa”, trató de convencerse a sí misma, pero reían con complicidad, fumaban Malboros mentolados, bebían Nescafé 3en1; y Julia sintió que una corriente caliente le subía desde los pies hacia la cabeza que hizo que sus ojos se enrojecieran y sus mejillas se sonrojaran. Se habían dado cuenta que estaba observándolas, era demasiado tarde para voltearse y salir corriendo. Julia trató de deglutir el nudo que continuó inflándose en su garganta, y que impedía que su voz sonase casual y despreocupada. “Hola”, dijo Julia. “Qué tal”, respondió Soraya sin emoción alguna mientras se tomaba un mechón de su abundante y tormentoso cabello y se lo pasaba entre los dedos –un tic que aparecía cuando se encontraba incómoda. Alex le sonrió triunfante y expiró una bocanada de humo mentolado en su dirección. Julia se dio cuenta que algo había cambiado irreversiblemente.


Con el paso de los meses Julia lo aceptó. Ya no trató de acercarse a Soraya ni de darle sentido a las cosas. Se alejó de su antiguo grupo de amigos, que a la final resultaron ser más amigos de Soraya que de ella y tras graduarse regresó a su país de origen. Eran tiempos en los que nadie sabía lo que era Facebook, Twitter, Linkedin, Pinterest, o Instagram y el “e-mail” era todavía una novedad para muchos. Con su volver a casa Julia había interpuesto un océano entre ellas y sus dos mundos.


En el transcurso de los años, Julia pensó esporádicamente a lo sucedido, aunque los detalles comenzaron a tornarse borrosos. Ocurría normalmente cuando comía un pastel de zanahoria, olía agua de rosas, veía a alguien bebiendo Liebfrafraumilch o notaba en alguien un lápiz labial de tono rosado persa. Había hecho una vida nueva; había hecho nuevos amigos; había dejado de fumar; había comenzado a practicar yoga; había pagado una fortuna por dos cirugías plásticas; había comprado una casa propia -probablemente demasiado grande para una sola persona- que llenó de obras de arte y muebles de colección.


Antes de ayer, mientras tomaba una copa de Chablis, dio una ojeada a las fotos en línea de sus “amigos”. Respondió a algunos de los mensajes, pero solo los más recientes, disculpándose como de costumbre por la demora. Descartó otros cuyo contenido, al haber sido escrito hace tantos meses, había dejado de ser actual por lo que no era necesaria respuesta alguna. Hizo un clic en el nombre de su antigua conocida de la Universidad “María”, quien recientemente le había enviado una invitación para convertirse en “amigas” y luego en el botón “chat grupal de la Maestría”, al que también la había añadido. Moviendo su dedo índice constantemente permitió que los textos se desplazasen hacia arriba con velocidad. Eran mensajes sobre conferencias, simposios, política, videos “graciosos”, proverbios, frases cursis, versículos de la Biblia y luego, uno que decía: “Queridos amigos, es con mucha tristeza que les hago saber sobre el reciente fallecimiento del padre de nuestra amiga Soraya. El velorio y funeral serán celebrados el próximo día viernes”.


Estaba nerviosa, se estaba armando de coraje. Habían pasado veinte años desde la última vez que se habían visto. Había actuado espontáneamente; había comprado un tiquete aéreo para el día siguiente; había informado en su oficina que se tomaría unos días por asuntos personales; había cruzado el océano; había descansado un par de horas en el hotel; había tomado un taxi a casa de su antigua amiga. Había entrado desapercibida en medio de un flujo de personas que como un río que sigue su cauce la depositaron en el comedor. Ahí estaba, parada detrás de una columna que dividía ese cuarto de la sala, a una distancia apropiada de Soraya que, sentada en el sofá recibía condolencias, abrazos, besos y palmaditas en la espalda al tiempo que se tomaba mechones de cabello y se los pasaba entre sus dedos. Ya no era abundante ni tormentoso, y su color, a pesar de seguir siendo negro, había comenzado a descolorarse en ciertas partes hasta convertirse en blanco. Los años acumulados habían entrado en su cuerpo y empujaban cada una de sus partes hacía abajo y hacia los costados. A su lado, en una pequeña mesa octogonal de madera con incrustaciones de nácar y hueso había un florero con un ramo de rosas, lirios y gerberas blancas, y un cenicero en el que reposaba un cigarrillo blanco encendido.


Julia dio unos cuántos pasos titubeantes en dirección de la sala. Susurró “permiso” unas cuantas veces tratando de abrirse camino entre la muchedumbre apretujada, pero fue imposible. Se volteó y tomó la ruta por detrás de comedor que pasaba junto a la cocina y a través de un corredor cuyo piso estaba cubierto de magnificas alfombras multicolor de Tabriz de 50 raj. A medida que avanzaba tuvo la extraña sensación de que desde las paredes blancas y las mesitas de madera oscura la miraban cientos de ojos. Se detuvo, giró su cabeza hacia la derecha y entonces la vio: Soraya; Soraya con su hijo; Soraya con su padre; Soraya con su madre; el perro de Soraya; Soraya con su hija y, entonces de repente, sintió que una corriente le recorría su cuerpo de abajo hacia arriba que hizo que sus ojos se humedecieran y sus mejillas le ardieran. Vio a Soraya con su hija, con su hijo y con el padre de ambos -Damián. En la foto, sus labios estaban pintados de color rosa persa.




Receta para el pastel especiado de zanahoria, pistacho y almendras con crema de agua de rosas

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