Dominika
Un caballero en Moscú, por Amor Towles (traducción propia)*
A la una de la mañana, los conspiradores tomaron sus asientos. En la mesa ante ellos había una sola vela, una hogaza de pan, una botella de rosé y tres cuencos de bullabesa.
Después de intercambiar una mirada, los tres hombres sumergieron al unísono sus cucharas en el estofado, pero para Emile, el gesto fue un juego de manos. Porque cuando Andrey y el conde se llevaron las cucharas a la boca, Emile dejó que la suya vacilase sobre su tazón, con la intención de estudiar las expresiones de sus amigos al primer bocado.
Completamente consciente de que estaba siendo observado, el conde cerró los ojos para prestar más atención a sus impresiones.
¿Cómo describirlo? Primero se siente el sabor del caldo —la destilación cocida a fuego lento de las espinas de pescado, el hinojo y los tomates, con sus abundantes alusiones a Provenza. Luego se saborea los tiernos trozos de eglefino y la salobre elasticidad de los mejillones, que se han sido comprados al pescador en los muelles. Uno se maravilla ante la intensidad de las naranjas que llegan de España y el ajenjo que se vierte en las tabernas. Y todas estas diversas impresiones son de alguna manera recogidas, integradas y realzadas por el azafrán —esa esencia del sol de verano que, después de haber sido cosechado en las colinas de Grecia y llevado por una mula hasta Atenas, ha sido transportado a través del Mediterráneo en una faluca. En otras palabras, con la misma primera cucharada uno se da cuenta de estar siendo trasladado al puerto de Marsella —donde las calles están repletas de marineros, ladrones y madonnas, con la luz del sol y el verano, con idiomas y vida.
El conde abrió los ojos.
“Magnifique,” dijo.
* En caso de no ser posible obtener la versión en español de los materiales citados, se ofrece una traducción propia.